martes, 23 de abril de 2024

Día del libro



Recuerdo cuando era un niño, me creía todo lo que leía. Veía la verdad en las letras. Todo documento escrito tenía para mí un valor sagrado. Las cosas no podían ser de otra manera. Leyendo navegaba por rutas conocidas. Seguro era mi caminar aunque anduviera por senderos tenebrosos. Ni por asomo se me ocurría pensar que, si un libro decía que la tierra era plana, pudiera yo figurármela como un huevo. Cualquier documento escrito era la base para todo desequilibrio. Claro, que por aquel entonces todos los libros eran infalibles. Y si algún texto maldito disentía del Canon, proscrito era, y de inmediato arrojado a la hoguera de la ignorancia.

Pero en mi adolescencia tal vez, persuadido por ese afán e instinto juvenil de querer nadar contra corriente, llegaron a mis manos autores heréticos, iconoclastas. Y fue entonces cuando me di cuenta que la verdad no sólo está de una parte. Que cada cual escribía según le iba. Y yo tuve que afogar y desatar mi represión lectora oxigenándome de teorías adversas. Fue cuando me enamoré de lo prohibido. Y experimenté que la manzana de la tentación tenía sabores tan auténticos como el pan de las letras del evangelio.

Hoy ya, a mis años, más sereno y condescendiente, (y a la vez más dudoso), soy capaz de descubrir mentiras en todos los santuarios de la verdad; así como verdades en los mentideros más canallas. Flores en el desierto. He compartido mesa con comunistas explotadores, conservadores de izquierda, cristianos ateos, viejos con quince años, jóvenes moribundos. He conocido lectores de largo alcance y escritores de vista cansada. Y en el corazón más cruel he descubierto hasta el sentimiento más tierno.

viernes, 19 de abril de 2024

Sol insolvente



El termómetro del Paseo marca cuarenta y tres grados. Son las tres y media de la tarde. El sol cae a plomo chorreando llamas inclementes sobre las aceras, los árboles, el agrietado gris de los toldos del hostal, sobre la chapa metálica de la perrera municipal… Las palomas sofocadas del parque no tienen agua. Ni un alma por la calle.

Un albañil da de comer a su hormigonera, tres capazos de arena y uno de cemento. Lleva atado a su cabeza un pañuelo empapado de sudor con cuatro nudos que le caen como clavos sobre las sienes. Amasa carretones de hormigón como un autómata para levantar el estrado sobre el que dentro dos meses un alcalde con pajarita, banda y bastón inaugurará el pabellón de la música de la ciudad. Y si este peón resiste es gracias a los cuatro litros de agua que junto con un bocadillo de anchoas y un huevo duro trajo en la fresquera. El torso desnudo, sus antebrazos de acero. Aceitosa su piel tiene el mismo ardor de fuego que el sol. Luego, a la noche, la luna le dejará ver en sueños, allá en el barrio pobre de Nowa Huta, a su hijo enfermo. El niño quedó en su Cracovia natal al cuidado de la madre. Viven del dinero que Vania les manda todos los meses.

Al rumano hace una hora lo han tenido que ingresar deshidratado en el hospital. Los sindicatos negocian jornada intensiva para los meses de julio y agosto. El jefe de la patronal no cede:
Siempre fue así. Siempre se trabajó de sol a sol. No me vengan ahora con esta jodienda de la deshidratación de maricas de tres al cuarto. Una golondrina no hace verano. Y si al tal Vania el calor le ha parado el corazón, ¿por qué no le reclaman al sol su indemnización? ¡No querrán ustedes explosionar las pirámides de Egipto porque un sillar dejara cojo al prisionero del pabellón 5d!
El alcalde, acompañado del director de la banda municipal, después de descorrer la cortinilla de la placa del pabellón de la música que da fe de la fecha y el nombre del corregidor, continúa con su perorata:
Aunque el sol escarpe miasmas encendidas sobre nuestras cabezas, nuestro ayuntamiento continuará construyendo cuantos pabellones de música sean necesarios para amainar las penas de sus ciudadanos.
Son las siete de la tarde. Estamos a mitad de julio. Un sol oblicuo y tozudo se ensaña sobre las caras de piel fina de aquellos que por obligación no han tenido más remedio que acudir al acto. De hecho, en este mismo momento, el alcalde instintivamente extiende la mano por su frente sudorosa. Y al instante, uno de sus acompañantes despliega diligente un paraguas sobre el ungido primer munícipe. Un alcalde cansino concluye su discurso:
Y para finalizar este cultural evento sólo me queda agradecer en nombre de nuestro pueblo la bendita muerte de todos aquellos que como Vania contribuyeron con sus vidas al embellecimiento de nuestra ciudad.
A esa misma hora, en el aeropuerto de Kraków Jana Pawła II desembarcan el cuerpo sin vida de Vania. Ni su esposa ni su hijo están allí. Hace tres meses la mujer se fue con otro hombre que le prometió salvar a su hijo enfermo. El chulo que puteó a esta mujer es el mismo patrón de la constructora del nuevo pabellón de la Música. El mundo es un pañuelo regado con el mismo sudor de los de siempre.

Nota final: El presidente de la patronal, el director de la banda de música y el alcalde son muy amigos. Todos los poderes del mundo se concentran en uno. Acabado el acto, los tres se dieron cita en la terraza del bar, frente al Ayuntamiento. Cómodamente yacen repantigados a la brisa de la tarde con un mojito entre sus manos. Un sol insolvente y lento desaparece cobarde entre las hojas tristes de las moreras de la Plaza.

martes, 16 de abril de 2024

Dios al teléfono




       .
La fe engaña a los hombres, pero da brillo a su mirada. Tagore

Ayer me llamaste para decirme que te gustaría que asistiera a la presentación de tu libro: La mónada de Dios. Y agradecí tu gentileza. Luego escuché de tu boca la palabra fe. Y te comenté que sustancialmente no estoy en contra de aquellos que creen en ti, pero que prefería seguir siendo coherente con mi distanciamiento de todo ese tipo de eventos interesados por la existencia de divinidad alguna.

Para justificar mi negativa te dije: Es que yo no creo. Soy alérgico a los absolutos. Y al vislumbrar a través del auricular la extrañeza en tus ojos amarillos caí en la cuenta de mi orgullosa desconsideración. Además de escueto y tajante reconozco que mi aserto fue poco razonado. Yo mismo me escandalicé de mis propias palabras. Por lo que medio en broma de inmediato corregí: yo sólo creo a solas, en la intimidad. Y así fue como me declaré ante ti como un ateo creyente que reclamaba el derecho, (tal vez, cobarde y torpe), a seguir manteniendo en silencio mi duda ante la trascendencia.

Desde hace años me he mantenido al margen de estos encuentros relacionados con el compromiso de la fe. Han pasado ya muchas lunas, pascuas y semanas de pasión desde aquella llamada tuya anónima y desconocida. Y nuestra pretérita conversación telefónica, una vez remansada en la serenidad objetiva del tiempo, vuelve hoy de nuevo sin la presión de tu invitación perentoria. Y lo primero que me viene a la cabeza es esta consideración que te hago llegar vía email:
¿Acaso para seguir vivo, para que mi vida tenga sentido, necesito creer en Dios? Lo mío ahora es la tierra, el monte, el río, el clima, la paz, las flores, el camino, la sostenibilidad del planeta… ¡Pero, vale, mi amigo desconocido y anónimo, creamos en algo, pero algo concreto, razonable y sensato…! Entonces mi fe ya no serías tú. La fe sólo sería una herramienta para aceptar la duda de tu existencia. La fe sería como la pértiga, el asidero del que se vale el funambulista para sortear su ineludible salto al vacío.

                 

sábado, 13 de abril de 2024

El farol de la calle de la Erre


 

Contemplas el farol que a duras penas alumbra la noche fría, inundada por la niebla que a brochazos oscurece la entrada de la casa. Sientes la tibieza y su impotencia. La hipocresía de los estadistas del mundo con su boca diplomática dicen reconocer el estado palestino, mientras que con su pragmática boca siguen enviando bombas y granadas a Israel. Llueve sobre mojado.

El farol parece escapado de una triste procesión de Semana Santa. Pero no hay luna. Y, aun siendo abril, no estamos en primavera. No se oyen los repiques de tambores, pero escuchas los trepidantes golpeteos sobre las sienes de ortigas coronadas de la huerta, el maullar de los gatos entre las espinas de la zarzamora. Desfila entre los naranjos el paso del prendimiento de un pueblo, la carroza del Insumiso de Palestina, escoltada por los cofrades de la guerra. El farol relampaguea su dolor al ver pasar sangrantes a los penitentes que arrastran sus estómagos vacíos sobre sus hogares bombardeados.

Caras cubiertas por el velo del miedo asoman entre las cañas de la acequia. Y esta procesión no es santa, es injusta, la injusticia venerada y consentida por el resto del mundo. Sólo el atropellado puede conocer el atropello ajeno. Pero Europa y Estados Unidos viven altivos, ensimismados en la miseria de su triste opulencia. Y el Ángel de la Oración del Huerto no conforta al excluido de las bienaventuranzas, que suda sangre de inmortalidad falsamente prometida.

Esta noche bajo la tenue luz del farol de la casa de la calle de la Erre, con letra impostada escribes en vano. Haces mal, sientes vergüenza por acallar tu conciencia cruzigrameando palabras escritas a costa del genocidio de un pueblo.

viernes, 12 de abril de 2024

Un monje y una mujer


 

Esta mañana o ayer, o hace no sé cuántos siglos, le pasó aquello que fue tan grande y placentero que no cabe ni en su corazón ni en su recuerdo. Sabe que le produjo un gozo infinito, parecido al que siente cada día al levantarse después de haber dormido plácidamente. 

Fue tan agradable lo acaecido que no recuerda el motivo, pero el placer aún lo lleva consigo. Lleva este placer en su alma como aquel monje que ayudó a una bella mujer a cruzar el río. Después mil quinientos años transcurridos tras aquella agradable y fortuita circunstancia, el fraile todavía lleva en sus brazos el cuerpo de aquella hermosa muchacha de la que, a día de hoy, aun no recordando cómo empezó todo, no se ha separado de ella ni un segundo.